Sector alimentario: entre la inflación y la transformación
Análisis de Enrique Porta, socio responsable de Consumo y Retail de KPMG en España
En un contexto de subida de costes, el encarecimiento de la cesta de la compra está mermando el poder adquisitivo de los consumidores, lo que a su vez está tensionando de forma significativa los márgenes de fabricantes y distribuidores ante la dificultad de trasladar estos incrementos. Ambos están acelerando la búsqueda de eficiencias y deben entender que la tecnología como su mejor compañera de viaje en un momento de necesaria transformación. Todas estas actuaciones, tanto de fabricantes como de retailers, se tendrán que acompasar con la doble transición, sostenible y saludable, en la que se halla inmersa el sector alimentario ante un consumidor que mira con lupa el precio pero que cada vez exige más a las marcas y se muestra más predispuesto a apoyar a aquellas que se alinean con sus valores.
Hay que remontarse a 1985, casi cuatro décadas atrás, para encontrar tasas de inflación similares a las registradas en 2022. España no estaba entonces en la Unión Europea ni, por supuesto, en la zona euro. Por tanto, no existen precedentes recientes ni comparables para la situación que estamos viviendo. Los algoritmos y la tecnología disponible no están entrenados para evaluar la elasticidad actual a los precios. Se trata de un territorio inexplorado.
Aunque el impacto de la inflación afecta a todos los sectores, sus implicaciones para el sector alimentario son especialmente relevantes dado su carácter esencial y su idiosincrasia. La espiral inflacionaria, iniciada por diferentes shocks de oferta —destacando los energéticos— y agravada por el conflicto en Ucrania —que ha limitado la disponibilidad no solo de la energía sino de otros insumos clave como piensos, semillas y cereales—, se ha propagado rápidamente a lo largo de la cadena de valor alimentaria. Además, en este sector existen otros factores que también presionan al alza los precios como, por ejemplo, las condiciones climáticas adversas, el difícil relevo generacional en el eslabón primario de la cadena o las crecientes exigencias regulatorias en algunos ámbitos.
Todo ello ha provocado un encarecimiento a doble dígito de la cesta de la compra: el índice de precios de consumo de alimentos y bebidas aumentó un 10,8% de media entre enero y octubre de 2022 respecto al mismo periodo de 2021, un ritmo superior al del IPC general (8,8%).
Esta coyuntura está erosionando el poder adquisitivo de los consumidores. Nuestra estimación es que el impacto de la inflación podría llegar hasta a 3.000 euros de media por hogar en 2022, entendiendo dicho impacto como la presión que tienen los hogares en sus partidas más básicas de gasto (que abarcan, además de la alimentación y bebidas no alcohólicas, otros ámbitos esenciales como la vivienda y sus suministros o el transporte), lo que a su vez condiciona su presupuesto para otros gastos de carácter discrecional o no esencial.
Para amortiguar y minimizar este impacto, los consumidores están activando diferentes mecanismos de defensa ante la inflación. Uno de ellos ha sido utilizar el excedente de ahorro acumulado durante la pandemia para pagar el sobreprecio de productos y servicios; un recurso que, no obstante, es limitado y se va agotando (de hecho, la tasa de ahorro se sitúa ya en niveles inferiores a los de 2019).
Además, los consumidores han incrementado su sensibilidad al precio y a las promociones, y llevan meses aplicando diferentes ajustes en sus hábitos y preferencias de compra. Estos cambios están afectando a aspectos tan importantes para el sector alimentario como las marcas que se consumen, los productos que se demandan, los tamaños y formatos que se eligen, los establecimientos que se visitan o la frecuencia de dichas visitas, entre otros.
En este sentido, una de las tendencias más evidentes ha sido el trasvase de parte del consumo desde las marcas de fabricante hacia las marcas de distribución (MDD). La cuota de estas últimas ha ganado varios puntos porcentuales en los últimos meses, hasta rondar el 50% del valor del mercado de gran consumo en España, y podría seguir avanzando. Por un lado, este movimiento se explica porque las MDD, aunque también se han encarecido (en muchos casos con incrementos mayores que las marcas de fabricante), siguen siendo una alternativa más económica para un consumidor que cada vez está menos dispuesto a pagar más por lo mismo. Además, cabe destacar que las MDD han evolucionado en los últimos años hacia un mayor nivel de madurez y sofisticación, y su aceptación entre los consumidores ha mejorado considerablemente gracias a una oferta mucho más completa y cercana a las tendencias del mercado.
Por otro lado, algunos consumidores han tenido que hacer trade down en su lista de la compra, reduciendo el consumo de determinados productos (especialmente relevante en el caso de algunos frescos y perecederos) por su mayor precio y sustituyéndolos por otros más económicos, para lo cual están buscando otras opciones dentro de la misma categoría o en categorías adyacentes.
Los tamaños y formatos de los productos también se están viendo alterados y el consumidor, voluntaria o involuntariamente (por la estrategia de reduflación que están adoptando algunas marcas, a veces imperceptible para el cliente), está adquiriendo productos de menor peso neto. Parte de esta tendencia podría consolidarse, pues está también alineada con cambios sociales más estructurales, como la reducción progresiva del tamaño de los hogares (que se sitúa ya en un promedio de 2,5 personas en España). No obstante, en algunos productos, como las bebidas no alcohólicas, el impacto cada vez mayor del envase en el precio final podría llevar a la dirección contraria, es decir, hacia formatos mayores, siempre que el consumidor perciba un ahorro u otra ventaja en ello.
Los cambios en el comportamiento del consumidor por la inflación se reflejan también en la elección de los establecimientos —con una mayor preferencia por propuestas low cost, discounters, grandes superficies especialistas y/o con una oferta atractiva de MDD—, y en su frecuentación a las tiendas —con más visitas y menos gasto por visita, en un ejercicio para tratar de controlar mejor el presupuesto—.
Las implicaciones de esta situación para todos los actores del sector alimentario son múltiples. Desde el prisma de la industria, la elevada presión en costes (energéticos, materias primas, transporte, envases…), las crecientes exigencias regulatorias y la dificultad para trasladar dichos incrementos al precio de venta están tensionando de forma significativa los márgenes.
Aunque han sido inevitables las subidas de precio, los fabricantes, conscientes de la elasticidad al precio de la demanda y del riesgo de que nuevas subidas les resten competitividad, están acelerando la búsqueda de eficiencias en múltiples ámbitos: operaciones de back office, compras y proveedores, procesos industriales, energía, envases, ingredientes y formulación del producto, logística, etc. En este trayecto de la eficiencia, la tecnología será la mejor compañera de viaje y los fondos europeos podrían acelerar la velocidad de esta transformación.
EL RETO DE LA MARCA DEL FABRICANTE
Además, debido al auge de la MDD y la optimización del surtido por parte de los retailers, las marcas de los fabricantes se enfrentan a un estrechamiento del espacio en el lineal, por lo que tendrán que asegurar su capacidad de conectar directamente con el consumidor, de conocer y dar respuesta a sus necesidades cambiantes y de encontrar la manera de transmitirle una propuesta de valor única y diferencial (a través de la innovación, calidad del producto, atributos intangibles, etc.) para seguir siendo relevantes. Este fenómeno del direct-to-consumer (D2C) experimentó un claro auge durante la pandemia y, en un entorno cada vez más digital, se está consolidando como un canal complementario a los tradicionales y podría seguir evolucionando (mediante alianzas entre fabricantes, fórmulas de suscripción, etc.).
Adicionalmente, se está avivando también el debate sobre la pertinencia o no de fabricar MDD de forma paralela a la marca propia, con sus pros (más volumen de negocio y economías de escala, vía adicional para detectar tendencias y conocer al consumidor, etc.) y contras (menor margen, riesgo de canibalización de la marca, mayor concentración y dependencia de las ventas, etc.).
Este entorno está llevando también a los fabricantes a revisar su estrategia comercial y su go-to-market, no solo en retail sino también en horeca, un canal que se ha recuperado y que, dado su carácter discrecional, previsiblemente se moverá en los próximos meses entre la amenaza de la caída del poder adquisitivo de los hogares y las oportunidades que suponen la reactivación del turismo y la búsqueda de indulgencia y momento de ocio y socialización por parte de los consumidores.
La coyuntura inflacionaria también puede suponer un estímulo adicional para la expansión internacional, uno de los ejes estratégicos más relevantes para la industria. Pese a la complejidad geopolítica, este proceso de internacionalización se puede ver acelerado por la necesidad de diversificar riesgos y por las ventanas de oportunidad que se abren por la depreciación del euro frente al dólar.
RETAIL, DE LA TRANSACCIÓN A LA RELACIÓN
En el caso de los retailers, la presión en márgenes es incluso más acentuada que para los fabricantes si se considera el punto de partida: la distribución minorista en los últimos años ya mostraba una clara tendencia decreciente en rentabilidad. De hecho, los márgenes de EBITDA del retail en Europa se han reducido a casi la mitad en una década y antes de la crisis inflacionaria se situaban solo en un 5% de media por diferentes motivos: creciente complejidad de canales y de la cadena de suministro, mayor presión de la demanda y exigencia en precios, mayor presión de proveedores para repercutir incrementos de materias primas, costes laborales crecientes, mayor necesidad de inversiones ligadas a la transformación digital, a la expansión y a la renovación de las salas de venta, etc.
La prioridad absoluta de los retailers, por tanto, también es proteger sus márgenes y buscar eficiencias (en surtidos, logística, procesos de tienda, estrategia de red y de real estate, etc.) y, al igual que los fabricantes, tendrán que ser quirúrgicamente precisos en sus estrategias de precios y promociones para evitar que las subidas les desposicionen o les hagan perder competitividad y reputación frente a sus clientes fieles.
Cabe destacar que este ámbito del pricing y las promociones es una disciplina inmadura y con mucho margen de mejora. Desde KPMG hemos estimado que, cada año, a nivel mundial, aproximadamente 200.000 M€ se malgastan o se usan de forma ineficiente en políticas de precio y promociones. La tecnología puede contribuir de forma decisiva a mejorar esta estrategia. Promociones menos numerosas, pero, con la ayuda del dato, más contextuales, personalizadas y orientadas al cliente, pueden ser mucho más efectivas y rentables.
Además, los retailers deberán reforzar su orientación al cliente para, progresivamente, evolucionar de la transacción a la relación. No en vano, quienes conozcan en profundidad a sus clientes serán más resilientes, ágiles y flexibles y tendrán más capacidad de fidelizar, dinamizar y extraer valor de su base de clientes. Para ello, deberán diseñar, desarrollar y entregar experiencias de cliente memorables y uniformes de forma holística y orquestada, conectando capacidades en todos los niveles de la organización.
Pese a que la venta online sigue creciendo y evolucionando, nuestra visión es que la tienda física se mantendrá claramente como el canal de preferencia para el consumidor y que los empleados y colaboradores seguirán siendo la columna vertebral del retail, constituyendo un elemento claro de diferenciación. En nuestra opinión, una experiencia de cliente excepcional solo se puede entregar a través de una experiencia de empleado excepcional.
TRANSFORMACIÓN SALUDABLE Y SOSTENIBLE
Todas estas actuaciones, tanto de fabricantes como de retailers, se tendrán que acompasar con la doble transición, sostenible y saludable, en la que se halla inmersa el sector alimentario y que exigirá una mayor colaboración entre los diferentes eslabones de la cadena. Esta transformación, de gran calado, está motivada tanto por las crecientes exigencias regulatorias y sociales como por la propia voluntad del consumidor que, pese a su especial sensibilidad al precio, no renuncia a atributos tales como la salud y la seguridad alimentaria, y está cada vez más concienciado sobre el impacto medioambiental o social de sus compras, solicitando a marcas y retailers más información y transparencia sobre dicho impacto.
En KPMG hemos realizado el estudio global “Me, my life, my wallet: How to serve the sustainability conscious consumer”, basado en una encuesta a 30.000 consumidores en 11 países, incluido España. Dos de las conclusiones más relevantes de este informe son que el 64% de los consumidores a nivel global quieren conocer el impacto medioambiental de los productos que compran y el 69% están dispuestos a pagar más por productos de compañías con cuyos principios concuerdan.
En un escenario en el que el consumidor mirará con lupa el precio, pero, a la vez, incrementará su exigencia a las marcas y mostrará cada vez más predisposición por apoyar a aquellas que se alineen con sus valores, el sector alimentario deberá buscar un equilibrio óptimo entre la rentabilidad y la competitividad sin descuidar su transformación, ligada a tendencias de fondo, y la necesidad de conocer y orientarse de forma permanente a sus clientes.
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Este artículo, junto a otros temas de relevancia para el sector, forman parte del ebook "Perspectivas del gran consumo Food Retail & Service 2023", en el que aparecen otros artículos de expertos y análisis.
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